Man-made Columns in Ruins Surrounded by God’s Solid Rock

¿Tienes lo que hace falta?

Autor: Ray C. Stedman


A menudo me he preguntado cuál sería la valoración del apóstol Pablo en los círculos eclesiales si estuviera ejerciendo su ministerio actualmente, si sería considerado un éxito o no. Es difícil de creer que un hombre que pasó la mayor parte de su ministerio en la cárcel, que nunca tuvo un salario suficiente para comprarse una casa propia, que nunca construyó un edificio para la iglesia, que nunca habló en televisión ni tuvo siquiera un programa de radio, que anduvo tanto de aquí para allá, que no tenía una residencia permanente, quien frecuentemente tenía que buscarse un trabajo para mantenerse, quien admitía que no era un buen orador ni tenía buena apariencia, pudiera ser un pastor o ministro de éxito. Simplemente no encaja en el esquema aceptado de lo que hace tener éxito en el ministerio actualmente. No es de extrañar que tuvieran problemas con él en Corinto y dificultades para creer que era un apóstol de verdad. Eso es lo que estaban pensando cuando Pablo escribió esta carta, y quizá explica por qué el capítulo 3 comienza con estas palabras:

¿Comenzamos otra vez a recomendarnos a nosotros mismos? ¿O tenemos necesidad, como algunos, de cartas de recomendación para vosotros o de recomendación de vosotros?  Nuestras cartas sois vosotros, escritas en nuestros corazones, conocidas y leídas por todos los hombres.  Y es manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón. (2 Corintios 3:1-3)

Es sorprendente, increíble, que esta gente pensara alguna vez que el apóstol Pablo necesitaba una carta de recomendación cuando volviera a ellos. Después de todo, él había llevado a estas personas a Cristo, y, aun así, aquí más o menos le insinúan que la próxima vez que vaya sería bueno que llevase algunas cartas de Juan, o Pedro, o Santiago u otro de los auténticos apóstoles. Pablo les pregunta: “¿Queréis decir eso de verdad? ¿No lo entendéis? Vosotros sois nuestra carta de recomendación. Cristo la ha escrito en vuestros corazones. No usó papel ni la entregó grabada en piedra, como hizo con Moisés en el monte Sinaí. La escribió en vuestros corazones, y la tinta que usó fue el Espíritu Santo. En cuanto a mí, no soy más que el cartero. Yo sólo he entregado la cart; Dios hizo la obra”. Pablo quiere que estos corintios entiendan que los cambios que habían ocurrido en sus vidas, la libertad que estaban experimentando, la liberación de los malos hábitos, tales como la inmoralidad, adulterio, homosexualidad, borracheras, robos… “esto erais algunos de vosotros” (1 Corintios 6:11a), pasaron porque Cristo los había cambiado.

Cuando leo el Nuevo Testamento, siempre me impresiona la absoluta falta de palabras en el libro de los Hechos y en las cartas de Pablo que tengan que ver con la iglesia y el ministerio de la misma. Aquellos cristianos primitivos no iban por ahí, como hacemos actualmente, hablando de lo que la iglesia puede hacer por usted, o sobre el valor de hacerse miembro de una iglesia. Hablamos de eso todo el tiempo hoy día, pero ellos ni siquiera lo mencionan, porque entendían que la iglesia no hace nada por nadie. Es Cristo quien cambia las vidas. Es Jesús quien sana el corazón herido, o toca los espíritus solitarios, o restaura a alguien cargado con un terrible sentimiento de culpabilidad por toda la desgracia y la maldad de su pasado. Es el Señor el que perdona y cambia, y este gran apóstol afirma eso fuertemente. Él quiere que entiendan que Cristo ha escrito esta carta, no él. Ellos son los testigos; sus vidas cambiadas son todo el testimonio, toda la recomendación que necesita, que demuestra que lo que él está haciendo es auténtico cristianismo.

Si hoy aplicáramos este test a nuestras iglesias de todo el país, me pregunto ¿Cuántas tendrían una recomendación a los ojos de la comunidad que las rodea? Los que leyeran estas cartas serían todo el mundo que las observa, “conocidas y leídas por todos los hombres”, Pablo decía; “todo el mundo puede ver que Cristo os ha hecho algo”. Ese es el único testimonio verdadero que la iglesia tiene en el mundo de hoy: el cambio que Cristo ha hecho, de manera que la gente con la que usted trabaja, con la que se codea, los comerciales con los que hace negocios, la gente con la que usted habla en el curso normal de sus asuntos diarios, debería ver ese cambio. Esa es la clave. Debería haber tal evidencia de la obra de Dios en usted que la gente dijera: “¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? Sé que te llamas Jorge, o Juana, o María, pero de alguna manera tengo la sensación de que estoy hablando con Jesús”. Eso es lo que estos cristianos primitivos ejemplificaban.

Esto lleva a Pablo a continuar y contestar la pregunta que había hecho en el capítulo 2. Cristo, decía allí, nos conduce en triunfo. Se veía a sí mismo como el general en jefe, marchando triunfante por las calles de Roma, habiendo ganado grandes victorias por doquiera que fue. En otra bella figura retórica, él decía que su ministerio era como un frasco de perfume, cuya fragancia se estaba esparciendo por todo el mundo, la dulzura y la fragancia del mismo Jesús. Así que la pregunta de Pablo era: “¿Quién es suficiente para estas cosas? ¿Dónde consigue usted la habilidad para tener esa clase de impacto sobre los que le rodean? ¿La obtiene en una escuela? ¿Es un curso especial que puede hacer? ¿Es un seminario al que se puede apuntar?”. Ahora llega a la respuesta, en el versículo 4:

Esta confianza [o sea, la suficiencia] la tenemos mediante Cristo para con Dios.  No que estemos capacitados para hacer algo por nosotros mismos; al contrario, nuestra capacidad proviene de Dios, el cual asimismo nos capacitó para ser ministros de un nuevo pacto, no de la letra, sino del Espíritu, porque la letra mata, pero el Espíritu da vida. (2 Corintios 3:4-6)

Este es un asunto muy importante. Estoy profundamente convencido de que esta es una verdad que Dios quiere que Su pueblo aprenda por encima de todas las demás. Si tuviera que poner primera la verdad más importante en la Palabra de Dios, aparte de la deidad de Cristo, yo pondría esta verdad: el nuevo pacto, la nueva provisión para vida que Dios ha dado a Su pueblo. Pero la cosa que echo más en falta en la iglesia por todo el mundo hoy es el conocimiento y entendimiento de esta nueva forma de vivir.

Pablo está hablando de confianza: y todo el mundo en todas partes está intentando obtener confianza. Cada vez que usted enciende la televisión, o escucha la radio, o lee una revista, es bombardeado constantemente con sugerencias de cómo llegar a ser autosuficiente, seguro de sí mismo, capaz, bien integrado, apto para conducir su vida. Existen toda clase de enfoques, y casi todos funcionan sobre la misma base. La seguridad, se nos dice, tiene que venir de uno mismo. De alguna manera usted tiene que encontrar en sí mismo el poder de alcanzar el éxito. Puede construirlo a través de cursos que haga o de habilidades que pueda desarrollar. Así es cómo demostrará que es una persona con éxito. El mundo entiende, bastante correctamente, que usted tiene que tener un cierto grado de seguridad en sí mismo. La gente que carece de confianza, que no están seguros de sí mismos, que son inseguros, van dando tumbos por la vida y nunca causan una buena impresión en nadie, y están siempre perdiendo y fracasando. Por lo tanto, el gran objetivo al que aspirar es construir un gran sentido de seguridad en uno mismo.

Pablo dice que él necesitaba seguridad en sí mismo también. No hay nada malo en eso. Dios sabe que necesitamos sentirnos capaces. Pero la gran pregunta es: ¿De dónde viene? Cuando Pablo contesta esa pregunta, dice: “No viene de mí. No hay nada que venga de nosotros; todo viene de Dios”. Por ello, él no se adjudica el mérito de nada. Lea todos los escritos de Pablo (y esto también es cierto de Pedro, Juan, Santiago y todos lo demás apóstoles); ellos están constantemente negando que su habilidad, su poder, venga de ellos. “No yo”, dice Pablo, “sino Cristo que vive en mí. Yo trabajo y me esfuerzo con toda la energía que él poderosamente inspira en mí”.

Por lo tanto, este nuevo pacto del que habla Pablo es enteramente diferente de cualquier cosa que el mundo conoce. El mundo diría que Pablo era un éxito, y cuán gran apóstol era, porque él lo estaba haciendo todo lo mejor que podía, dándose a sí mismo con entera dedicación, movilizando todos sus recursos y sus considerables talentos para servir a Dios con todo su corazón. Pero si usted le preguntara a Pablo, él nunca diría eso. Él diría que no había nada que viniera de él. Y no está simplemente siendo modesto; lo dice en serio. “Yo no hago ese tipo de contribución en absoluto”, dice, “todo viene de Dios. La evidente habilidad de mi ministerio, los cambios que ocurren en la vida de las personas, lo que soy y dónde voy no tienen nada que ver con mis talentos naturales o habilidades. Todo viene de la obra de Dios en mí”. El antiguo pacto consiste en el intento de Pablo de hacerlo lo mejor que pueda a favor de Dios; el nuevo pacto consiste en que Dios hace Su mejor obra a través de Pablo. ¡Qué diferencia tan grande! Esa es la gran verdad que tenemos que aprender.

Es una afirmación bastante impresionante, pues el mundo durante veinte siglos ha reconocido que el apóstol Pablo era una persona inusualmente competente. Tenía dones maravillosos. Quizás la mente más aguda de todos los tiempos. Cualquiera que lee a Pablo lo reconoce. Tenía una personalidad poderosa; un celo sencillamente extraordinario. Nos dice en la carta a los filipenses que había cuatro cosas con las que contaba para tener éxito, y eran cosas notables. Primera de todas, estaba su linaje impecable. Nació en la familia correcta y pertenecía al pueblo correcto: “circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo” (Filipenses 3:5). Podía declarar un linaje que se remontaba directamente a Abraham. Toda la tremenda herencia del pueblo judío era suya, decía.

Conozco a mucha gente que cuenta con su ascendencia para tener éxito. Usted puede pertenecer a una familia bien conocida, y aunque pueda haber una gran debilidad personal, incluso un fracaso moral evidente en su propia vida, puede aspirar a un buen cargo y conseguirlo. El abolengo cuenta en este mundo, ¿no es verdad? Eso me recuerda a un joven que salió de Boston hacia Chicago para conseguir un trabajo. Venía de una familia aristocrática y, cuando solicitó el trabajo, dio sus referencias en Boston. Las empresas se informaron, pero todo lo que consiguieron fueron cartas diciendo quién era el padre de este joven, quién era su abuelo, quién era su tía, lo que hacían y el lugar que ocupaban en la sociedad. Finalmente, una empresa escribió a los que daban estas referencias y dijo: “Miren, queremos que entiendan que tenemos la intención de contratar a este joven, ¡pero no para que procree!”.

Además de un linaje impecable, Pablo mismo nos dice que tenía un fantástico historial de ortodoxia: “Soy fariseo de fariseos” (Filipenses 3:5). Pues bien, si hubo alguna vez una gente que se dedicara más a la cuidadosa y atenta observancia religiosa, esos eran los fariseos. Las Escrituras nos dicen que ellos daban el diezmo incluso de las más diminutas semillas que cultivaban ―comino, menta, anís― y las contaban pacientemente, durante horas, de modo que pudieran dar una de cada diez a Dios. Cuando caminaban los sábados, tenían un meticuloso cuidado de no escupir nunca sobre la tierra, porque eso haría barro, y eso era argamasa, y eso era trabajar en sábado. Así que escupían con cuidado sobre piedras en ese día. Pablo dice: “Yo era fariseo de fariseos que tenía cuidado de no romper ninguna regla”.

Más aun, tenía un historial de actividad increíble. Era el joven fariseo más celoso de su tiempo. A una temprana edad ascendió a una posición de prominencia tremenda al serle concedida la membresía en el sanedrín, el órgano dirigente de los judíos, aunque no era más que un joven. Era celoso en su carrera contra la iglesia cristiana, “respirando amenazas y muerte” (Hechos 9:1), persiguiendo esta causa noche y día, para aniquilar esta comunidad religiosa en su totalidad. Nos dice que tenía una moralidad intachable. No había cargo que se le pudiera hacer ni acusación que se pudiera encontrar contra él. Su vida privada era tan limpia como su vida pública. Ante la Ley él era irreprochable. Así que él contaba con eso, esta mente aguda, este historial brillante. Sentía que tendría mucho éxito a causa de estas cosas.

Pero, como nos cuenta la crónica de los Hechos, tuvo que aprender a través de un doloroso periodo de diez años que todo eso carecía absolutamente de valor para conseguir que se hiciera la obra de Dios. Sería un historial muy impresionante ante el mundo religioso de aquellos días ―del mismo modo que hay miles hoy que están haciendo historiales religiosos impresionantes, a los ojos de las iglesias de este país― pero, tal como Pablo tuvo que aprender, ninguno tenía categoría, ni valía un chasquido de dedos, a los ojos de Dios; no servían para la obra de Dios en absoluto. Si usted quiere cambiar vidas como Pablo hizo, revolucionar realmente comunidades enteras y encaminar a la gente hacia una nueva dirección, darles liberación y libertad en medio de la culpabilidad y la opresión, tendrá usted que aprender lo que aprendió Pablo, que eso no es algo que viene de usted, sino que todo viene de Dios. Sólo Dios puede hacer la obra de Dios. Si no hay un sentido de dependencia de Él para ese propósito, es un esfuerzo desperdiciado e inútil.

Bueno, eso escuece bastante, si juzgamos el estado religioso actual bajo las condiciones que Pablo está diciendo aquí. Pero él habla de un nuevo pacto. El antiguo pacto es: “Aquí tenéis un nivel que conseguir. Ahora haced vuestro mejor esfuerzo para alcanzarlo”, esfuerzo propio, construir la autoconfianza. El nuevo pacto es exactamente lo opuesto. Dice: “Simplemente acude, preséntate a ti mismo. Dios obrará a través de ti, y lo que Dios exige, Él mismo lo realizará, usándole a usted como instrumento para ello. Usted nunca tendrá el mérito; nunca podrá decir que se debe a algo que usted era, o hizo, o tuvo; es Dios sólo”. Por eso es por lo que en todas las Escrituras puede encontrar cristianos negando que ellos sean la explicación de lo que se logró, sino que fue Dios mismo el que obraba. Eso es lo que Pablo llama el nuevo pacto, y Dios nos ha hecho competentes para ser ministros del mismo.

Tal como he señalado antes, esto es una verdad aplicable a todos los cristianos, no sólo a los apóstoles. Todos somos ministros de Cristo; no hay una clase especial puesta aparte para ser ministros. Usted también está llamado a ser un ministro del nuevo pacto, dependiendo de Dios que obra en usted, no de su habilidad para hacer algo por Él. Esa es la diferencia. Jeremías había descrito esto en su profecía muchos siglos antes. Él dijo que vendría un día en que Dios escribirá Sus leyes en los corazones de la gente, no en tablas de piedra (Jeremías 31:31-34). Es la misma ley, pero escrita en el corazón en vez de sobre una exigencia externa. Él viviría con ellos; ellos serían Su pueblo, Él sería Su Dios. Ellos podrían sustentarse de Su sabiduría, Su energía, Su poder y fuerza para cualquier exigencia que tuvieran en sus vidas. Él los instruiría por medio de Su Espíritu, para que sus ojos fueran abiertos y vieran el significado real de las cosas que aprendieran. Solucionaría de una vez por todas la cuestión de su culpa. Perdonaría sus pecados desde su raíz, y ellos podrían descansar sobre esta constante limpieza, purificación y perdón de Dios durante toda su vida. Ese es el nuevo pacto tal como lo describe Jeremías. Eso cambiaría completamente su motivación y forma de ver la vida. Pablo dice algo muy importante aquí en el versículo 6:

el cual asimismo nos capacitó para ser ministros de un nuevo pacto, no de la letra, sino del Espíritu, porque la letra mata, pero el Espíritu da vida. (2 Corintios 3:6)

¿Alguna vez ha notado el efecto que una ley o una exigencia tiene sobre usted? ¿Alguna vez se ha dado cuenta de cómo le golpea? Hace sólo una semana, estaba hablando con un joven que me contó una experiencia que tuvo. Se levantó una mañana pensando en su padre, lo mucho que significaba para él, cuánto lo amaba, y lo consciente que era de repente, esa mañana, de todas las cosas que su padre había hecho por él. Su corazón estaba lleno de un sentimiento de gratitud, así que decidió que, después del desayuno, saldría y, sin que su padre tuviera que decir una palabra, sólo por el gusto de complacerlo, cortaría el césped y lavaría el coche. Así que bajó a desayunar, y justo en el momento en que iba a levantarse de la mesa, su padre le dijo: “Hijo, antes de que vuelva hoy, me gustaría que hubieras cortado el césped y lavado el coche. En serio, quiero que lo hagas. No quiero volver esta noche y descubrir que no lo has hecho”. Y se fue al trabajo. Este joven me dijo: “Eso cambió todo el panorama. Apagó todo el incentivo y motivación de mi corazón. Lo hice, pero ya no disfruté con ello”.

La ley externa con sus exigencias sobre nosotros, como Pablo describe en Romanos 7, siempre despierta un impulso de rebelión. Todos lo tenemos; a ninguno nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer. Esto es lo que invariablemente hace la ley; mata la motivación. Parece que muchos de nosotros nunca aprendemos esta lección. Constantemente estamos intentando mandonear a los que nos rodean, forzándolos a hacer las cosas bajo presión; poco nos damos cuenta de que eso es el definitivo beso de la muerte para cualquier deseo y motivación que tenga alguien. Este joven se dio cuenta de que ya había una motivación fuerte, la más poderosa de todas, en su corazón. Estaba totalmente dispuesto a hacer estas cosas, a disfrutar haciéndolas, a tener una sensación vivificante al hacerlas, cuando era una cuestión de gratitud por lo que el amor de su padre y la gracia habían supuesto para él.

Eso es un retrato casi exacto de lo que Pablo está diciéndonos aquí. La Ley, la exigencia de Dios en los diez mandamientos, exigencias perfectamente correctas y justas, cosas que deberíamos hacer, no obstante, siempre nos golpean en ese punto de rebelión en nosotros. No nos gusta que nos digan que tenemos que hacer estas cosas. Pero el nuevo pacto es diferente. Con él, Dios ha encontrado un camino hacia nuestro corazón. Con él, se acerca a nosotros con el historial de Su amor, de Su disposición a morir por nosotros, de Su liberalidad para perdonarnos y libertarnos de la culpa de nuestro pasado; del pasado inmediato y del pasado lejano también. Más que eso, nos hace conscientes de que nos ama, de que nos acepta, de que, en Cristo, ya nos ha incluido en Su familia, y estamos cerca de Su corazón, amados por Él. Una vez hemos aprendido todo eso respecto a nosotros, entonces nos dice que le sirvamos de cualquier manera en que nuestro corazón se goce en hacerlo y nos ponemos a ello con una motivación totalmente diferente. En los versículos 7 al 11, Pablo nos da tres contrastes. Aunque su lenguaje suena un poco complicado, en realidad es muy sencillo. Veamos si puedo recogerlos brevemente al cerrar esta sección:

Si el ministerio de muerte grabado con letras en piedras fue con gloria, tanto que los hijos de Israel no pudieron fijar la vista en el rostro de Moisés a causa del resplandor de su rostro, el cual desaparecería, ¿cómo no será más bien con gloria el ministerio del Espíritu? (2 Corintios 3:7-8)

Él dice que hay una cierta gloria en el antiguo pacto, hay algo atractivo en él, simbolizado aquí por el brillo de la cara de Moisés cuando bajó de la montaña con las tablas de la Ley. Dios hizo que su cara brillara, no Moisés; y era gracia, no grasa.

Pero Dios también hizo que se disipara, porque quiso enseñar algo con eso. Era una gloria que se desvanecía, un símbolo de algo que cada uno de nosotros ha experimentado en un momento u otro. Es lo atractivo que nos resulta la oportunidad de mostrar cuánto podemos hacer con lo que tenemos. ¿Ha sentido eso alguna vez? Todo deportista se ha sentido así. En una competición atlética es: “Dame la oportunidad de demostrar lo que puedo hacer. Déjame”. En los negocios todos los hombres de negocios sienten lo mismo. En todos los niveles de la vida, hay alguien que puede decir: “He sido preparado para esto. Tengo la habilidad. Tengo el talento. Déjame demostrar lo que puedo hacer”. Damos una gran impresión. Todo, ¿para darle el mérito a quién? A nosotros mismos. Nosotros somos los que somos glorificados.

Pablo habla aquí del atractivo sentimiento que hay en eso. Pero la crónica de la historia muestra que todo el mundo que trata de vivir en base a eso acaba quedándose corto y no dando la talla. Simplemente no va a funcionar. Después de un tiempo se vuelve gris, aburrido y rutinario, y la muerte se instala. Eso es lo que Pablo está describiendo. Llama a eso el ministerio de la muerte, de la gloria que se desvanece, no dura. Pero cuando usted descubre un nuevo principio, un principio de dependencia de Dios, que usa sus talentos y habilidades natas y su formación, con todo y con eso Dios estará obrando. Dependiendo de esa forma, hay una emoción y una gloria que es más grande que la que siente cuando quiere alardear de lo que puede hacer. Así, no será usted sino Dios quien consiga las cosas. Entonces Pablo lo dice de esta manera:

Si el ministerio de condenación [que nos condenaba, que traía culpa sobre nosotros] fue con gloria, (2 Corintios 3:9a)

Todo el que intenta vivir una vida que complazca a Dios por medio del esfuerzo propio siempre descubre que nunca lo consigue porque nunca sabe cuándo ha hecho suficiente. Una señora me dijo justo la semana pasada: “Cuando me voy a la cama por la noche, a menudo me pregunto que, si le hubiera puesto un poco de más empeño, quizá podría haber hecho algo que contentara a Dios”. Pero ella nunca lo conseguía. Todas las noches había un sentimiento de: “Hoy no he estado a la altura necesaria”. Ese es el ministerio de la condenación. Es el resultado de intentar hacerlo con sus propios recursos, con sus propios esfuerzos. Pero Pablo dice:

Si el ministerio de condenación fue con gloria, mucho más abundará en gloria el ministerio de justificación, (2 Corintios 3:9)

La justificación significa ser plenamente aceptado, tener un sentimiento de ser aprobado por Dios, de ser honrado y amado por Él. La palabra más cercana para describir esto es valía. Dios le da a usted una posición de valor. No tiene que ganársela; usted empieza con ella. Dios le dice ya en el nuevo pacto: “Te he amado; te he perdonado; te he limpiado. Eres de verdad mi hijo muy amado. Tengo la intención de usarte; eres parte de mi programa; tu vida es importante. No hay nada más que puedas añadir a eso. Ahora, sobre esa base, con la seguridad de esa aceptación, vuelve a tu trabajo”. Y usted va con un sentimiento de aprobación y seguridad.

Los sicólogos nos dicen que la única forma en que usted puede funcionar en el mundo de hoy es con ese sentimiento de aprobación. Si los padres no les dan a sus niños un sentimiento de seguridad, la vida les hace pedazos; son devastados por lo que les pasa. Eso es verdad en nosotros también. Lo necesitamos todo el tiempo. En una escala del 1 al 10, ¡eso no es ni siquiera un 8!; ¡es un 10! Todo el tiempo necesitamos ese sentimiento de ser aprobados, aceptados, amados, queridos. Ese es el nuevo pacto.

¿No es esa una gloria mucho mayor que la sensación de intentar ganarse la cercanía a Dios, sintiéndose culpable porque no llega a conseguirlo? Esto se entiende tan poco en las iglesias de nuestra tierra hoy día, que sé de iglesias donde los pastores nunca sienten que han hecho un buen sermón a menos que la gente se vaya sintiéndose absolutamente desgraciados y culpables. Conozco a gente que se sientan en la congregación y dicen:

Hombre, ¡eso sí que es predicar, pastor! ¡Me siento tan mal y tan culpable que hoy realmente me ha dejado hecho polvo!

¿Es esa la señal de una buena predicación? No, no es esa tampoco. Por ahí no es por donde Dios empieza. Él empieza con la aceptación y la seguridad y el amor, y dice: “Ahora, sobre ese fundamento, ¡actúa!”.

Hay un contraste final aquí en el versículo 10:

porque aun lo que fue glorioso, no es glorioso en este respecto, en comparación con la gloria más eminente.  Si lo que perece tuvo gloria, mucho más glorioso será lo que permanece. (2 Corintios 3:10-11)

Pablo está hablando de sí mismo, mirando hacia atrás, a los días en que contaba para tener éxito con sus antecedentes y su habilidad, su mente aguda y su corazón dedicado. Está diciendo: “Ahora he llegado a entender que Dios obrando en mí puede hacer muchísimo más de lo que yo jamás hubiera hecho. He llegado a entender que la obra de Cristo en mí es efectiva mucho más allá de cualquier cosa que pudiera pedir y pensar, que toda la gloria que una vez sentí que venía del reto a mi esfuerzo propio, no es más que un montón de estiércol [esa es la palabra que usa], comparado con la gloria de Dios obrando en mí. Aquello perdió todo su esplendor. No intento mentalizarme para lograr algo para Dios. Sé que incluso en mi más profunda debilidad Dios es capaz de obrar a través de mí, y con eso es con lo que cuento. El resultado de ello es mucho más emocionante y apasionante que cualquier cosa que haya ocurrido antes”.

Esa es la vida cristiana. Eso es lo que el mundo está esperando ver actualmente. Todos estamos llamados a ser ministros del nuevo pacto. Dios nos está haciendo capaces, no nosotros mismos. Si entendemos eso, la vida no volverá a ser la misma. ¡Puede contar con ello!

Oración:

Te damos gracias, Padre celestial, por esta renovada luz sobre lo que es verdadero y real en los acontecimientos de este mundo. Nos has hecho conscientes, Señor, de cuántas veces hemos sido confundidos y cegados por las actitudes del mundo que nos rodea, que continuamente nos lava el cerebro para que creamos que algo dentro de nosotros es el secreto del verdadero poder. Concédenos, Señor, que, en su lugar, podamos entender esta verdad y creerla: que contando contigo descubramos, manifestándose en nosotros, Tu capacidad de cambiar, sanar, restaurar y perdonar. Lo pedimos en Tu nombre. Amén.