Man-made Columns in Ruins Surrounded by God’s Solid Rock

¿Quién es suficiente?

Autor: Ray C. Stedman


Hoy comenzamos el que creo que es uno de los más grandiosos pasajes del Nuevo Testamento. Se encuentra en la segunda carta a los corintios, empezando en el capítulo 2. Aquí está la explicación más clara en toda la Palabra de Dios de cuál era el secreto del magnífico ministerio del apóstol Pablo. Va desde el capítulo 2, versículo 12, a través de los capítulos 3, 4, 5 y 6, y termina en el versículo 2 del capítulo 7. He tratado sobre esto en mi libro El auténtico cristianismo, porque ha significado muchísimo en mi propia vida y he visto su impacto en las vidas de muchos otros. Es un ejemplo de lo más espléndido de lo que es el cristianismo genuino, verdadero y auténtico. Pero, aunque parezca extraño, este gran pasaje es un paréntesis en la segunda epístola a los corintios; es una digresión por parte del apóstol.

Pablo había estado hablando a los corintios acerca de sus presiones, sus problemas y los problemas en Corinto. (Él estaba esperando en Macedonia a que Tito regresara con noticias de lo que estaba ocurriendo en la iglesia en Corinto). Sentía una gran inquietud mental, como veremos en un momento, y a causa de ello surgió esta magnífica descripción del poder por el cual él trabajaba y vivía. Sale casi como un arrebato espontáneo del corazón del apóstol para contrarrestar el sentimiento de fracaso y desesperación que estaba sintiendo en su ministerio por aquel tiempo. Obtenemos estos antecedentes de los versículos 12 y 13 del capítulo 2:

Cuando llegué a Troas para predicar el evangelio de Cristo, aunque se me abrió puerta en el Señor, no tuve reposo en mi espíritu, por no haber hallado a mi hermano Tito. Por eso, despidiéndome de ellos, partí para Macedonia. (2 Corintios 2:12-13)

Esas breves palabras encierran una tremenda experiencia en la vida de Pablo. Él había ido a Troas desde Éfeso, como nos dice aquí, para predicar el evangelio de Cristo. Esto era su gran alegría en todas partes. Dondequiera que fuere sabía que encontraría gente hundida en la desesperación, llena de oscuridad, sus vidas gobernadas por la superstición y el miedo, siendo acosados, perseguidos y heridos por todas las cosas que estaban experimentando, gente que, sin darse cuenta de lo que estaban haciendo, habían caído en cosas terribles y dañinas que los estaban destruyendo. La gran alegría de Pablo era llegar con las buenas noticias de Jesucristo, el único que comprendió los padecimientos de los hombres, el Libertador, el Sanador de heridas, el que tenía el poder de tocar las vidas humanas y transformarlas. Pablo ansiaba predicar el evangelio, como nos dice, en toda la tierra, si pudiera, porque era algo tremendo ver derramarse el poder de Dios entre los hombres para hacerlos libres.

Así que vino a la ciudad de Troas con ese propósito, y, tal como nos dice aquí, el Señor le abrió una gran puerta, es decir, hubo respuesta a su mensaje y una gran oportunidad de proclamarlo en público. Cientos, incluso miles de personas, quizás reunidas en plazas de mercados, o dondequiera que pudieran, para oír las palabras del apóstol. Ya había una iglesia allí, y la ciudad fue conmovida al venir Pablo y tener la oportunidad de predicar. Sin embargo, como nos dice aquí, fue incapaz de aprovecharlo. Su corazón estaba tan turbado, su espíritu tan anhelante de noticias de lo que estaba pasando en Corinto, que no pudo ejercer su ministerio. Estaba desasosegado de espíritu y atribulado en su corazón, y tuvo que partir.

Creo que podía ver, mientras esperaba allí durante esas semanas y meses, que quizás todo su trabajo en Corinto estaba a punto de desmoronarse. Debía de estar paralizado por un gran sentimiento de fracaso personal, porque, con las visitas que había hecho a Corinto, con las cartas que les había escrito, no había manera, aparentemente, de solucionar este terrible problema que estaba carcomiendo la vida de esta iglesia y amenazando destruir la labor que había hecho. En medio de ese sentimiento de fracaso, presión y ansiedad, se le dio esta gran oportunidad, pero no pudo retenerla. En su lugar, se fue de Troas y subió a Macedonia, esperando encontrar a Tito allí y tener algún alivio para su atribulada mente.

No sé si alguno de ustedes se ha sentido de esa manera alguna vez o no, pero yo sí. Sé lo que significa estar llamado a predicar y enseñar la Palabra de Dios en tiempos en que mi corazón estaba tan lleno de ansiedad y tristeza que no sabía si podría abrir la boca. Así que entiendo lo que Pablo sentía, y creo que vosotros también, cuando él tan sinceramente lo comparte con nosotros. A pesar de todo, el versículo siguiente es pasmoso:

Pero gracias a Dios, que nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y que por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento, (2 Corintios 2:14)

Muchos de ustedes saben que, de toda las Escrituras, este es mi versículo favorito. ¡Qué exclamación tan extraordinaria de gratitud por un ministerio tan poderoso y efectivo! Y está justo al lado del versículo en el cual confiesa su fracaso y su debilidad, su frustración y desesperación. Eso es sorprendente, ¿no es verdad? Los versículos del 14 al 16 nos dan un grito de agradecimiento desde el corazón del apóstol; el versículo 17 es una descripción de sus propios labios de su eficaz ministerio, y contrastan con la admisión de su frustración. ¿Por qué este repentino cambio de dirección? Humanamente hablando, las circunstancias del apóstol eran deprimentes, sombrías y desalentadoras. Pero espiritualmente, dice, basándose en el entendimiento al que había llegado de cómo obra Dios, sabía que las circunstancias eran en realidad brillantes y plenas de posibilidades, y se estaba regocijando. Él lo expresa como: “nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús”.

Pienso que los estudiosos de la Biblia tienen razón cuando dicen que Pablo está pensando aquí, evidentemente, en los triunfos romanos. Era costumbre en el imperio romano que cuando un general volvía de una campaña de conquista de algún enemigo de Roma, si la campaña había sido dura y había derrotado al enemigo totalmente, anulando la amenaza a Roma, el senado lo recibía y le concedía un triunfo. Esto sería equivalente a lo que nosotros llamamos una “cabalgata de serpentinas” como las que la ciudad de Nueva York da para honrar a una persona triunfante bajo una lluvia de serpentinas y aclamaciones. En los triunfos romanos, el general conquistador montaba en su carro por las calles de Roma, precedido por numerosos sacerdotes que agitaban botafumeiros de incienso perfumado. Tras él venían los cautivos que había capturado, conducidos en cadenas a su ejecución; luego vendrían el general de su ejército, los capitanes y los comandantes de sus fuerzas. Las calles se llenaban de gente aclamándole a gritos.

Pues eso es lo que Pablo dice que estaba ocurriendo al mismo tiempo que se sentía deprimido, frustrado, solo y desanimado en Macedonia. ¿No es sorprendente que pusiera esas dos cosas en yuxtaposición? Más tarde lo describe como una manifestación del olor fragante de Cristo; el hermoso carácter de Jesús se hacía evidente a través de esta presión sobre él:

porque para Dios somos grato olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden:  para estos, ciertamente, olor de muerte para muerte, y para aquellos, olor de vida para vida. Y para estas cosas, ¿quién es suficiente? (2 Corintios 2:15-16)

En el triunfo romano, para los prisioneros encadenados que seguían al carro del general conquistador, la fragancia del incienso era el olor de la muerte, pero para aquellos que eran parte del ejército, y para los ciudadanos de Roma, que habían sido librados de la amenaza a la ciudad, esa fragancia era una fragancia de vida. Pablo aplica esto a sí mismo. Él dice que ir por ahí predicando las buenas noticias de Jesucristo, y el hecho de que Jesús está vivo y puede liberar a los hombres y librarlos de su tormento interior y presiones, son, en todas partes, fragancia para Dios de la vida de Su Hijo. Dondequiera que Pablo iba, Dios podía aspirar la dulzura y belleza de Jesús a través de lo que Pablo estaba haciendo, pero, aun más que eso, era una fragancia de Cristo para los hombres.

Ron Ritchie estaba contándome justo la semana pasada sobre un funeral que condujo, hace una o dos semanas, de un hombre que había recibido al Señor poco antes de su muerte en accidente. Había un grupito allí que estaba muy alterado por lo que Ron estaba diciendo sobre la libertad y la nueva vida en Cristo. Allí estaban, taciturnos y enojados; después le escribieron algunas cartas sobre ello. Para ellos ese funeral era fragancia de muerte para muerte; no les gustó. Pero otros estaban jubilosos por la esperanza y la libertad que Cristo había dado a este hombre a pesar de una vida muy dañina. Para ellos ese mensaje era fragancia de vida para vida. En esos momentos, se trata siempre de la cruda realidad sin adornos. De eso es de lo que habla Pablo. Dondequiera que iba, decía, las personas eran o bien ayudadas a vivir la libertad en Cristo, o bien se llenaban de ira, endurecían su posición y se adentraban más en la muerte. Pero a nadie le resultaba indiferente. Impactaba dondequiera que iba. Pablo describe su propio ministerio de esa manera.

¿Cuál es el significado de todo esto? Yo pienso que el mundo no estaba impresionado por el apóstol Pablo. Cuando este judío patizambo, calvo y de nariz aguileña viajaba por todo el imperio romano, predicando este gran mensaje, nunca fue recibido por la cámara de comercio; ningún reportero le seguía, dando informes textuales de todo lo que decía. Incluso a sus propios ojos él no estaba haciendo nada tremendo. Se sentía, como afirma, frustrado e inquieto; un gran sentimiento de fracaso le atenazaba. Pero, a pesar de ello, lo que dice que estaba ocurriendo en realidad era que sabía que, al no descansar este ministerio sobre sus débiles esfuerzos por hacer algo, sino en su esperanza de que Dios iba a hacer algo a través de él, aún en este mismo momento de frustración estaba siendo conducido en triunfo por Jesucristo. Un grande y extenso testimonio de la fragancia de Jesucristo se estaba produciendo. La gente estaba siendo liberada, y su ministerio era un éxito. Y así él clama desde esta eterna gratitud de su corazón: “gracias a Dios, que nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús”.

Quiero que sepan que si yo no creyera en este gran principio dimitiría como pastor mañana mismo. Acabo de tener el privilegio, junto con Ron Ritchie y John Fischer, de pasar una semana en el campus de la Universidad Seattle Pacific. Tuvimos reuniones por la noche y por la mañana, y fui responsable de las horas de capilla por la mañana. Durante cuatro días tuve el privilegio de enseñar la Palabra de Dios a 2.400 estudiantes, que se sentaban allí muy muy silenciosos y atentos, escuchando todo lo que yo estaba diciendo. Fue una tremenda oportunidad, pero quiero que sepan que todas las mañanas hablé con un gran pesar de corazón. Pude dar testimonio, como Pablo dice en Romanos 9: “tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón” (Romanos 9:2). La razón era que mi segunda hija, que lleva ya ocho años pasando una crisis de fe, se está apartando más y más. A pesar de nuestras oraciones diarias, en lugar de acercarse, parece alejarse más hacia cosas dañinas, de modo que su familia está terriblemente dolorida. Uno no puede enfrentarse a algo así sin darse cuenta de que, como padre, puede haber contribuido en gran medida a las razones de que ocurra. El enemigo es rápido en asaltarte y acusarte. Así que estuve ministrando toda la semana pasada con un gran pesar de corazón producido por una profunda angustia personal. Lo único que me permitía seguir era que confiaba en lo que Pablo está diciendo aquí y que, a pesar de mi frustración personal y la oscuridad por la que estaba pasando, también era guiado en triunfo por Jesucristo; y que de mi debilidad personal saldría una gran manifestación de fuerza de nuestro Señor y el derramamiento de la fragancia de Cristo.

Esto es lo que se llama con propiedad “vida cristiana victoriosa”. Hoy se oye hablar mucho de eso, y en mucha medida es antibíblico, a mi juicio. Hay muchas extrañas ideas de en qué consiste la “vida victoriosa”. Mucha gente la ve como una especie de Disneylandia. Muchos de ustedes han tenido la experiencia de montar en los Piratas del Caribe de Disneylandia, donde ustedes montan en un barco y van a través de un túnel. Inmediatamente unos enemigos les asaltan; extrañas figuras saltan desde la oscuridad hacia usted, blandiendo enormes cuchillos y espadas; le disparan pistolas a la cara, los cañones hacen fuego y las bolas de cañón caen salpicando a cada lado de su barco y parece que su vida se encuentra en un peligro horrible. Pero usted se sienta allí, callado sin inmutarse, porque sabe que va a ser conducido con seguridad a través de todo esto, y no habrá nada que le alcance jamás.

Hay mucha gente que tiene esa visión de la vida cristiana. Piensan que, porque son cristianos, porque ahora son hijos de Dios, hijos del Rey, van a ser protegidos y guardados de todas y cada una de las angustias y peligros de la vida, y que nada les va a afectar. Y citan muchos versículos para apoyar ese punto de vista. Bien, pues, si esa es la idea que tienen de la “vida victoriosa”, quiero que sepan que Pablo no conocía nada de eso, porque él atravesó terribles pruebas y largos periodos de angustia. Él nos los describirá en esta misma carta. Son increíbles por su intensidad y su poder para destruir y arruinar su vida. Con todo, él pudo clamar con gran confianza y con el espíritu triunfante que resuena por todo este pasaje, porque él sabía, según el gran principio que había aprendido a través de mucho dolor y angustia, que Dios estaba llevando a cabo Su propósito por medio de la misma debilidad por la que estaba atravesando.

Alguna gente ve la “vida victoriosa” como una especie de constante demostración visible de un poder tremendo ante el cual ningún obstáculo puede cruzarse. Lo ven muy semejante a un general Patton dando sablazos a través de los países de Europa en la segunda guerra mundial, aplastando todos los obstáculos a su paso, visiblemente triunfante en todo su camino hacia Alemania. Esperan algo así. Esperan sentirse poderosos y ver el poder de Dios desatarse triunfante en tal manera que todos los obstáculos son palpablemente destruidos. Pero una vez más, si eso es así, Pablo no sabía nada al respecto.

Si juzgamos por lo que vemos en su vida, en lugar de la “victoriosa vida cristiana” hay una sensación de debilidad con sólo unos breves destellos de éxito, yendo, al parecer, de una batalla a otra, de un conflicto a otro sin cesar, con muy poca sensación de triunfo personal por el momento. Y, sin embargo, ese triunfo está ocurriendo, y eso es lo que Pablo está cantando aquí. Su vida estaba haciendo un impacto poderoso.

Es claramente evidente para nosotros que vivimos en el siglo XX que, aparte de nuestro Señor, probablemente ningún ser humano ha hecho jamás una impresión más fantástica en la historia de la humanidad que el apóstol Pablo. Grandes ciudades del mundo hoy llevan su nombre: la capital de Minnesota, la ciudad más grande de Brasil; estos son testimonios de la influencia que este hombre ha tenido sobre el mundo, incluso veinte siglos más tarde. ¿Por qué? Pues él mismo nos lo dice. Es porque aprendió un secreto que parece que muchos cristianos han olvidado hoy día, pero que es el secreto del impacto de esta vida poderosa. Escuche cómo describe su ministerio en este breve resumen en el versículo 17:

pues no somos como muchos que se benefician falsificando la palabra de Dios, sino que, con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo. (2 Corintios 2:17)

Fíjese aquí en el contraste: “No somos como muchos”, dice, “quienes en este siglo primero van por ahí encontrando baratijas llamativas en la Palabra de Dios y mercadeando con ellas como vendedores ambulantes, buhoneros, ganándose bien la vida a costa de la curiosidad de la gente por algunas de las cosas de las que trata la Palabra de Dios”. Estaban haciendo eso en esa época y lo están haciendo hoy en el siglo XX. Hoy el mundo está lleno de estafadores religiosos que están haciendo exactamente lo que Pablo llama aquí: “falsificar la Palabra de Dios”. Encienda la televisión, tome una revista, escuche la radio; los puede oír por todas partes. Ellos mercadean en lenguas, o en sanaciones, o con profecías, o con lo que sea. No es que estas cosas no tengan validez en sí mismas; la tienen, pero estos estafadores toman lo que es secundario y periférico y lo ponen en el centro. Todo trata de eso, y es de lo único que escriben, de lo único que hablan y en lo único que piensan. Trafican como cualquier vendedor lo haría con cualquier producto en la economía mundial de hoy. Pablo dice: “No somos como ellos”.

Hay otra modalidad de lo mismo en el presente que pienso que también abundaba en su época. Ciertas personas posan como eruditos bíblicos, escriben cultos debates sobre varios aspectos y pasajes de las Escrituras, y demandan altos salarios por impartir basura teológica. Está pasando por todo el mundo y está pasando aquí mismo en el Bay Area. No pretendo etiquetar a la facultad de Seattle Pacific con esa descripción en absoluto, pero cuando Ron Ritchie, John Fischer y yo estuvimos allí, tuvimos la ocasión de hablarles, y simplemente aprovechamos la oportunidad de recordarles, como hermanos en Cristo, el hambre que encontramos en los estudiantes de tener una relación cercana con los líderes adultos de la facultad. Les recordamos la responsabilidad que tienen de servir como pastores a estos jóvenes, que están pasando cuatro años en el campus, una responsabilidad que, por lo menos algunos de ellos, ya habían dejado de lado o estaban olvidando con facilidad. Ron les habló con su estilo característico, parafraseando con gran impacto un pasaje de Lucas 17, donde Jesús dice, en efecto: “Mirad, si vais a meter la pata con los hijos de Dios, será mejor que os planteéis la posibilidad de suicidaros antes”. Y eso espabiló a esos hombres y mujeres como debería espabilarnos a nosotros. Pablo no tiene nada que ver con esa clase de enfoque ligero y superficial de la Palabra de Dios.

Su ministerio, como él mismo describe, tiene cuatro aspectos: primero, él es sincero; él practica lo que predica; él cree lo que está diciendo. No predica una cosa y vive otra distinta. Hace lo que afirma. Segundo, su ministerio tiene un propósito. “Somos enviados por Dios”, dice. “No hemos sido enviados a este mundo sólo para pasarlo bien e intentar salir adelante y retirarnos de manera confortable. Tenemos una meta que cumplir. Se nos ha enviado a hacer algo”. Él declara en Colosenses qué es ese algo: “Nosotros anunciamos a Cristo, amonestando a todo hombre y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre. Para esto también trabajo, luchando según la fuerza de él, la cual actúa poderosamente en mí” (Colosenses 1:28-29). Esa es su meta, y nunca la olvidó.

Esa debería ser la meta de cada cristiano: ayudarnos unos a otros a crecer, convertirnos en personas maduras emocionalmente, espiritualmente y en todos los sentidos, y olvidar nuestro infantilismo, alejarnos de él y crecer hasta llegar a ser hombres y mujeres en Cristo.

Y finalmente, él lo hizo así “en Cristo”. Afirma: “Hablamos en Cristo”. Más adelante se llama a sí mismo “embajador... en nombre de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Corintios 5:20b). Él hablaba con autoridad porque venía como representante de Dios mismo, para entregar un mensaje que el mundo necesitaba escuchar desesperadamente.

Es perder el tiempo esperar que los líderes del mundo nos saquen del desastre en el que estamos metidos. Si la iglesia no va a decirle al mundo lo que Dios le ha mandado que diga, no hay esperanza para este país ni para ningún otro país. La verdad es lo que necesitamos. Lo que necesitamos es luz en nuestra oscuridad. Para eso nos ha enviado Dios a cada uno de nosotros, para anunciar la luz en medio de las tinieblas. De eso es de lo que está hablando Pablo, no de ganarse rápidamente una vida cómoda, amontonando millones de dólares, mercadeando con alguna baratija atractiva de la Palabra de Dios, sino proclamando la verdad de Dios de manera que la gente sea verdaderamente librada y liberada.

¡Menudo ministerio era ese! No es de extrañar que, en medio de él, formule esta pregunta: “¿Quién es suficiente para estas cosas?”. Cuando se piensa en lo que se nos ha enviado a hacer, estoy seguro que esa pregunta nos encoje el corazón. A mí me lo encoje. Pablo va a contestar esa pregunta en el capítulo tercero, y no estaría mal que leyera un poco más adelante y descubriera cuál es la respuesta. Él saca la pregunta porque es obvio que ningún recurso humano es capaz de esto. ¿Quién puede hacer esto? ¿En qué escuela puede graduarse usted para que le de esta capacidad? ¿Qué curso puede hacer? ¿A qué líder humano puede seguir que le enseñe cómo actuar en estos asuntos y bajo estos términos, de modo que la gente sea liberada realmente? “¿Quién es suficiente para estas cosas?”

El mismo Jesús suscitó esta pregunta con Sus discípulos. En una ocasión se volvió a Sus discípulos y les dijo: “¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?” (Mateo 20:22b). En su ignorante vanidad, ellos dijeron solemnemente: “Sí, seguro que podemos”, como muchos de nosotros hemos dicho irreflexivamente. Pero las palabras de Jesús son muy solemnes. Dijo: “A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado seréis bautizados” (Mateo 20:23b). Con eso quería decir que habría frustración, habría miedo, habría soledad y muerte en su experiencia, si usted va a ver el poder de Dios derramado en su vida.

La vida cristiana victoriosa no es la de una victoria continua en el sentido de superar todos los obstáculos y sentirse triunfante por el camino. ¡No! ¡No! Es una vida de angustia de corazón a veces, de profundas dudas internas, de lucha contra la frustración exterior y miedos interiores. Es una vida de ser frecuentemente contrariado, pero con la confianza de que Dios, que está dentro de usted, es capaz de hacer Su obra y Su voluntad; que del miedo, de la frustración y del fracaso vienen el triunfo, la victoria y la fragancia de Jesucristo. ¿Ha llegado usted a eso? Eso es lo que va a darle la vuelta y cambiar al mundo a nuestro alrededor. Que Dios nos conceda que entendamos esto al repasar este pasaje juntos.

Oración:

Señor, te damos gracias por esta palabra irresistible de los labios de este gran apóstol. Te damos gracias porque, aunque han pasado veinte siglos desde aquellos días, Tú no has cambiado, ni ha cambiado el mundo, ni hemos cambiado nosotros; porque Tu poder es tan patente y poderoso hoy como lo fue siempre, y puedes ocuparte de esta era tan bien como de cualquier otra, en cualquier lugar o época. Gracias por el privilegio de ser llamado a un ministerio como este, que no descansa sobre nuestros recursos, nuestra personalidad, nuestro dinero, nuestro tiempo ni otra cosa, sino sobre la grandeza de nuestro Dios. Te damos gracias, Señor, de que podamos ser Tus instrumentos en este día; y oramos para que podamos entender esto de nuevo como al principio, en el nombre de Jesús, nuestro Señor. Amén.