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Antiguo Testamento

Números: La vida cristiana incompleta

Autor: Ray C. Stedman


El Pentateuco, los primeros cinco libros de la Biblia, siguen el curso del recorrido espiritual de una persona desde el pecado a la fe y a la glorificación en Cristo. Todo el Antiguo Testamento fue escrito a fin de que pudiésemos ver de una manera gráfica lo que afirma el Nuevo Testamento que es cierto y que confirma. El Nuevo Testamento nos dice que todos los acontecimientos en los que se vio Israel involucrado sucedieron como un ejemplo para nosotros, y que fueron escritos para nuestra enseñanza, puesto que son imágenes de lo que tendremos que pasar al seguir adelante en Jesucristo. (1 Cor. 10:11)

Ahora bien, el libro de Génesis es una imagen de la humanidad con toda su profunda y apremiante necesidad. Es un retrato del aspecto que tenemos como resultado de la caída del hombre y la consiguiente necesidad que tenemos de Dios en nuestra vida. Del Éxodo al Deuteronomio, nos encontramos con el camino recorrido entre Egipto y Canaán, que viene a ser como una imagen del camino que debe recorrer el cristiano al pasar de la esclavitud del pecado a la libertad de la victoria en Cristo, de la victoria en medio de sus enemigos. Este es exactamente el recorrido espiritual que nos ha llamado Dios a hacer, por lo que estos libros son de una enorme ayuda para nosotros. Si lee usted el Antiguo Testamento solo como la historia de los sucesos de la antigüedad, sobre personas que hace ya muchísimo que desaparecieron, resultará la lectura más insulsa y aburrida que pueda encontrar. Sin embargo, si lo lee como una imagen de lo que está sucediendo en su vida, gráficamente representado en términos de estas personas de la antigüedad, se encontrará con que la lectura es realmente fascinante.

El libro de Éxodo es una imagen del poder libertador de Dios. En él nos encontramos con tres importantes acontecimientos del principio de la vida de Israel: la Pascua en Egipto, el momento en que el pueblo cruza el Mar Rojo y la entrega de la ley sobre el Monte Sinaí, que coinciden con la obra que está haciendo Dios en nosotros. Al igual que sucedió en el caso de los israelitas en la Pascua, donde la sangre había sido rociada por ellos, también nosotros somos conscientes de que el ángel de la muerte ha pasado de largo sobre nosotros, gracias a la sangre que derramó Jesucristo en la cruz, y gracias a ese suceso fuimos salvos. También nosotros atravesamos el Mar Rojo cuando declaramos abiertamente nuestra redención en Cristo y cortamos con los lazos que nos unían con el mundo. Llegamos al desierto y escuchamos la ley de Moisés cuando empezamos a aprender, tal vez por primera vez en nuestra vida, la clase de Dios con el que teníamos que tratar, un Dios totalmente santo, justo y coherente consigo mismo.

En el libro de Levítico aprendemos cómo adorar, lo que exige esta clase de Dios y cómo un Dios de una santidad insuperable puede morar en los hombres y las mujeres como nosotros. Aquí descubrimos los medios de los que se vale Dios para hacer posible la relación necesaria entre Dios y el hombre.

Llegamos ahora al libro de Números, y en él hallamos, dramáticamente expuesto, lo que es posiblemente la lección más difícil que tiene que aprender el cristiano: a confiar en Dios en lugar de confiar en su propia razón, que es nuestra lucha, ¿no es cierto? Estamos convencidos de que lo que queremos hacer y cómo lo queremos conseguir es lo correcto. La lucha más dura que tenemos, de la misma manera que les sucedió a aquellos israelitas, es aprender a creer que Dios sabe de qué está hablando y que lo que nos dice es la verdad y es para nuestro propio bien, y actuar conforme a esa base, a pesar de lo que las amistades y otras personas a nuestro alrededor puedan decirnos con respecto a lo que está bien. Proverbios lo dice de una manera muy gráfica: "Hay camino que al hombre le parece derecho, pero es camino que lleva a la muerte" (Prov. 14:12). El libro de Números es una imagen de esta experiencia del creyente.

Como es natural, reconocerá usted que esa es la experiencia de Romanos 7, donde el cristiano desgraciado y derrotado, que es su propio y peor enemigo, está siendo disciplinado por Dios, porque Él es un padre que le ama. Está experimentando en medio de esa disciplina el amor paternal y la preocupación de Dios, al tiempo que está siendo protegido de su enemigo. Eso es lo que presenta gráficamente el libro de Números. Es una imagen de un pueblo que ha salido de Egipto, pero que no ha llegado aún a Canaán. Tuvieron la fe necesaria para seguir a Dios, quedando libres de la esclavitud del pecado, pero no han llegado todavía a la plenitud de la libertad y del descanso del Espíritu Santo, siendo Canaán la imagen de una vida llena del Espíritu.

Este libro está dividido en tres segmentos. El primero es el que está incluido entre los capítulos uno al diez, y es una imagen de la provisión de Dios para la guía y la guerra. Israel se enfrenta con dos necesidades imperiosas al caminar desde el Monte de Sinaí, donde fue dada la ley, hasta que llegaron al norte, cruzando por el desierto de Parán hasta hallarse junto a la tierra prometida, la tierra de Canaán. Necesitarían ser guiados por el camino, porque se trataba de un desierto sin senderos, y además necesitarían protección porque el desierto estaba ocupado por tribus feroces y hostiles que se opusieron al pueblo de Israel cada vez que se dieron la vuelta.

Reconocerá usted que todo esto es una imagen exacta de nuestra necesidad, ¿no es así? Nosotros necesitamos ser guiados por causa de las inteligentes sutilezas de este mundo en el que vivimos y la facilidad con que podemos ser engañados y descarriarnos, y necesitamos protección por causa de los enemigos entre los que vivimos, los que están entre nosotros y a nuestro alrededor, que nos derrotarían si pudiesen.

En esta sección, que comienza con la manera en que está situado el campamento, debemos fijarnos en dos cosas: el lugar donde se encuentra situado el tabernáculo, rodeado por todas partes por las tribus, y la enumeración de los hombres armados de Israel. Estas son imágenes que nos muestran la necesidad de defendernos en contra de los enemigos de Dios. Dios provee la estrategia y los recursos necesarios para hacer frente a cada enemigo que aparezca en nuestro camino. No está solo el orden del campamento (el tabernáculo rodeado de las tribus), sino también la nube que cubre el campamento de día y la columna de fuego de noche, siendo todo ello (el tabernáculo, la nube y la columna) imágenes de la gran verdad del Espíritu Santo que mora en nuestro interior. Tenemos a Dios entre nosotros, y esa es una gran verdad. Él puede dirigirnos y guiarnos a través del desierto del mundo, guiándonos por medio de Su Palabra. Somos guiados por la nube y por el fuego, de la misma manera que lo fue el pueblo de Israel, y debemos obedecer a esa dirección. Este es todo el potencial que necesitamos para llevarnos del lugar de la ley (el conocimiento de la santidad de Dios) al descanso en el Espíritu, que representa la tierra de Canaán. Tenemos todo cuanto necesitamos, de igual modo que lo tenía Israel.

Pero, ¿qué sucedió? La mayor parte de este libro, del capítulo once hasta el veintiuno, es una descripción de la murmuración y la rebelión de este pueblo. Es un hecho realmente sorprendente, pero uno del que prácticamente todos los pastores y todos los padres son plenamente conscientes, y es que la rebelión y la desobediencia intencional a Dios comienzan siempre con murmuraciones y quejas críticas. Siempre que se dé usted cuenta de que se está empezando a quejarse, a murmurar y a cuchichear, además de emprender una campaña de críticas mordaces en contra de las circunstancias en las que se encuentra, sabrá que se está al borde de la rebelión, porque así es cómo empieza siempre. Como vemos, hay tres clases de murmuraciones, tres niveles de quejas, que se producen durante el viaje por el desierto.

Para empezar estaban las quejas del pueblo en contra de las circunstancias. Se quejaron del maná y la falta de agua, de la carne y del desierto mismo. Estaban siempre murmurando. Era su deporte favorito, que al parecer practicaban al aire libre, y lo hacían de día y de noche. Nada les parecía bien, ni siquiera el maná, algo que Dios suplía de manera milagrosa todos los días. ¿Me pregunto si sabe usted lo que representa el maná en su vida? Es una figura que representa al Espíritu Santo. Porque dicen que el maná tenía gusto a aceite y miel mezclados sobre un barquillo fino, y tanto el aceite como la miel son figuras que representan al Espíritu Santo; y se alimentaban con eso, pero no era más que una oblea muy fina y no era suficiente para satisfacerles, aunque sí lo era para sustentarles, porque Dios no tuvo nunca la intención de que tuviesen que permanecer durante tanto tiempo en el desierto, sino de que llegasen a la tierra de Canaán y comenzasen a alimentarse de los abundantes alimentos que encontrarían allí, pero se hartaron del maná. ¿Quién no estaría harto de maná después de comerlo durante cuarenta años, cuando era algo que solo se pretendía que comiesen en principio durante unos pocos días? Tenían que comerlo en el desayuno, al mediodía y para cenar, sin tener otra cosa que no fuese maná, siempre maná, hasta que por fin empezaron a quejarse y a rebelarse.

Pero Dios no tenía la culpa, porque nunca se pretendió que el maná fuese un alimento que les satisficiese, sino sencillamente una provisión temporal hasta que llegasen a la plenitud de la tierra. De la misma manera que Dios no había pretendido que se viese usted obligado a vivir la experiencia del escaso contacto con el Espíritu Santo como una experiencia de derrota cristiana. Lo que hay que hacer es seguir adelante y vivir en la tierra de la abundancia, y allí es donde se sentirá satisfecho.

El pueblo también se quejaba por la falta de carne, de modo que Dios les dio carne durante un mes hasta que se pusieron enfermos, y entonces se quejaron de la abundancia de carne, y así una y otra vez. Al quejarse se acordaban siempre de Egipto, y esa es una imagen de nosotros, que tiene que ver con la experiencia de la degeneración cristiana. No pensaban más que en la carne, los melones, los pepinos, los puerros, las cebollas y los ajos de Egipto. ¡Imagínense lo que es soñar con esa clase de alimentos! Pero era lo que representaba Egipto para ellos. No pensaban para nada en Canaán porque no lo habían experimentado aún, lo único que, por lo tanto, podían recordar era el mundo del que procedían. Como dijo el Comandante W. Ian Thomas en su libro, The Saving Life of Christ:

¿De qué son imagen estos alimentos? ¡El pepino es una indigestión de ocho centímetros de largo! Los puerros, las cebollas y los ajos tienen una propiedad bastante peculiar, pues son la clase de alimentos que se comen en privado, pero que todo el mundo sabe que hemos comido.

Pero esta queja contra las circunstancias en las que se encontraban fue motivo de que Dios les juzgase de tres maneras diferentes: mediante el fuego, la plaga y las serpientes venenosas. Me pregunto si ven ustedes en cada una de estas imágenes el resultado inevitable del gimoteo, de la queja y de la murmuración, como cristianos. Cuando empezamos a quejarnos por el lugar en el que nos ha colocado Dios y la clase de gente entre las que nos ha puesto, la clase de alimentos que tenemos que comer y las demás circunstancias de nuestra vida, descubrimos el fuego del chismorreo, del escándalo y de la calumnia; la plaga de la ansiedad y de la tensión nerviosa nos consume en nuestra vida diaria, y el veneno de la envidia y de los celos aparece en nuestra vida, robándonos de nuestras energías; y estas cosas son inevitables.

No solo es que los israelitas murmurasen en contra de sus circunstancias, sino que hubo varias ocasiones en que murmuraron en contra de la bendición de Dios. ¡Imagínense! Llegaron por fin junto a Canaán, hasta hallarse junto a la frontera misma de Cades-Barnea, y allí Dios les dijo: "Ahora moveos de prisa y poseed la tierra". Habían enviado a los espías y se habían enterado de que era una tierra en la que fluían la leche y la miel. Los espías regresaron trayendo consigo unas uvas tan grandes que tenían que llevarlas en un palo entre los hombros de dos hombres debido a lo mucho que pesaba el racimo; pero también sabían que era una tierra llena de gigantes, y les daba miedo seguir adelante, creyendo que los gigantes eran superiores a Dios, por lo que se negaron a seguir adelante y recibir la bendición. Se opusieron a los esfuerzos que hizo Dios por bendecirles y, aunque se alegraron de encontrarse lejos de Egipto, no estaban dispuestos a entrar en Canaán. Por eso fue por lo que tuvieron que vagar durante cuarenta años en el desierto. El juicio inevitable con el que se tuvieron que enfrentar fue que si no querían seguir adelante y recibir la bendición, tendrían que experimentar el impacto de su fracaso por haberse negado a someterse al plan de Dios.

Son muchos, muchos los cristianos que viven actualmente de esa manera, justo en medio de un espantoso desierto, viviendo con un suministro mínimo del Espíritu Santo, el suficiente como para mantenerse, pero eso es todo. Se pasan la vida quejándose, murmurando continuamente en contra de sus circunstancias, a pesar de lo cual no están dispuestos a entrar en la tierra que Dios ha provisto para ellos de una manera tan absoluta. Ese es el problema que tienen muchos. Si bien podemos ser sustentados en el desierto, no se sentirán ustedes nunca satisfechos en él, nunca. Y por eso es por lo que la experiencia del desierto se caracteriza siempre por una actitud de queja y de interminable crítica de algo o de alguien. En este libro no terminó nunca hasta que una nueva generación estuvo lista para entrar en la tierra. Dios dijo: "En este desierto caerán vuestros cuerpos, todo el número de los que fueron contados de entre vosotros, de veinte años para arriba, los cuales han murmurado contra mí. A excepción de Caleb hijo de Jefone y Josué hijo de Nun..." (Núm. 14:29-30a). Ellos fueron hombres de fe y pudieron entrar.

Por lo tanto, no es hasta que empezamos nuestra vida de nuevo, cuando llegamos al final de nosotros mismos, y parece casi como si estuviésemos empezando en la vida cristiana, que podemos seguir adelante, después de habernos opuesto a la obra del Espíritu que deseaba llevarnos a la tierra. Este es el motivo de que haya tantos cristianos que no parecen nunca alcanzar la victoria, hasta que no experimentan una crisis, un nuevo principio, y entonces entran en la tierra.

Los israelitas tenían otra ocupación en el desierto, aparte de murmurar, y era la de enterrar. La característica del desierto es que es una tierra de muerte. ¿Ha pensado usted alguna vez en la cantidad de israelitas que murieron en el desierto durante esos cuarenta años? Este libro comienza con un censo en Israel, y había un total de 603.000 hombres, hombres que se disponían a ir a la guerra, que tenían por lo menos veinte años. Seiscientos tres mil de ellos, y la mayoría de ellos estaban casados, lo cual significa que había igual número de mujeres, además de los niños que estaban en el campamento. Muchos han calculado que el total de la población en aquellos momentos debía de pasar más de dos millones de personas. Pero en el desierto, en espacio de cuarenta años, murieron un millón doscientas mil personas de ellas, un promedio de un 82 por ciento, de modo que todo el tiempo estaban participando en grandes entierros, y el desierto no era otra cosa que un enorme cementerio. No es de sorprender que se tuviesen que trasladar con tanta frecuencia. Podemos imaginarnos el por qué, ya que estuvieron muriendo literalmente veintenas de personas cada día durante esos cuarenta años. ¡Qué imagen de lo que dice en Romanos: "El ocuparse de la carne es muerte" (Rom. 8:6)!

Finalmente, tenemos una última forma de la murmuración: en contra de la autoridad. ¡Se quejaban de sus circunstancias, en contra de los esfuerzos que realizaba Dios por bendecirles y en contra de la autoridad de Dios expresada por medio de Moisés! Decían: "Todo el pueblo es santo. Moisés y Aarón, ¿por qué actuáis como si fueseis mejores que nosotros? Todo el pueblo de Dios era santo en su propia opinión. Se juzgaban a sí mismos conforme a sus propias normas y, por ello, se rebelaron en contra de la autoridad entre ellos, debidamente constituida. Se opusieron con todas sus fuerzas a que aquellos dos fuesen más que ellos.

¿Se ha fijado usted que esa es otra de las características del cristiano derrotado? Siempre se considera suficientemente santo y se siente ofendido si alguien le lleva la delantera o ejercita cualquier clase de autoridad, y es precisamente lo que hizo el pueblo.

Dios se enfrentó con esta actitud mediante el más duro juicio de todos. Hay un dramático relato acerca de la rebelión de Coré y de Abiram, cuando desafiaron abiertamente la autoridad de Moisés y de Aarón. Dios dividió el campamento por la mitad y dijo: "Moisés y Aarón, colocaos a este lado; Coré y vuestro grupo, al otro, y el pueblo allí". Y luego dijo: "Echaos atrás. Os voy a mostrar quién tiene la autoridad aquí. Hizo que Moisés dijese: "Si estas personas viven sus vidas como personas corrientes, será señal de que Dios no está conmigo, pero si Dios hace algo completamente nuevo, y la tierra se abre bajo sus pies y se las traga vivas, será una muestra de que Dios está conmigo". Y al decir estas palabras, se abrió la tierra bajo los pies de Coré y de Abiram y todas sus familias, y descendieron vivos al hoyo. De esta manera, Dios dejó clara su autoridad por medio de Moisés, juzgándoles de una manera tan extraordinaria. Cuando nos rebelamos en contra de la autoridad, Dios nos juzga con gran severidad.

Resulta interesante que mientras sucedían estas cosas continuaron las murmuraciones, a pesar de la gravedad del juicio, hasta que pasaron dos cosas. Una de ellas estaba relacionada con la rebelión de Coré y de Abiram, y la otra con las serpientes que vinieron y les mordieron cuando se quejaron de la comida. ¿Recuerdan ustedes lo que hizo Moisés para acabar con la rebelión al morir Coré y Abiram? Todos los que estaban al frente de las doce tribus agarraron sus varas y las colocaron delante del Señor. La de Aarón estaba incluida entre ellas, y cuando regresaron por la mañana, se encontraron que a la vara de Aarón le habían salido ramas, y las ramas habían florecido, y le habían salido frutos y colgaban almendras de las ramas, y todo eso aconteció durante la noche. De las doce varas, solamente floreció la de Aarón. Esta es una imagen de la vida de la resurrección. Dios nos está diciendo de este modo que los únicos que tienen derecho a tener autoridad son los que caminan en la plenitud y el poder de la vida de la resurrección.

A continuación se quejaron de la comida, y Él envió serpientes venenosas entre ellos. En el tercer capítulo de Juan, nuestro Señor se refiere a esta historia. Moisés puso remedio a los efectos del veneno levantando la vara de bronce como un poste, y todos los que lo miraban se sanaban. Por medio de esto Dios nos está diciendo que el único remedio que se puede aplicar al pecado, incluso en el caso del cristiano, es mirar a la cruz nuevamente, y la manera en que repudia totalmente todo esfuerzo y mérito humano, basando la vida cristiana solo en el principio de la vida de la resurrección de Jesucristo: "Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado" (Juan 3:14).

La última parte del libro, los capítulos 21 al 26, es un relato extraordinario de la protección a pesar del fracaso. En ellos hallamos la victoria sobre los enemigos que les rodeaban, las fuerzas exteriores de los reyes Arad y Sehón, Og, rey de Basán, y los esfuerzos de Balaam, el falso profeta, por minar al pueblo de Dios, que lo que consiguió fue mayores bendiciones. Todo ello nos está diciendo sencillamente, por medio del lenguaje más descriptivo que puede hallar Dios, que, a pesar de que nosotros somos desobedientes, aunque vagamos por el desierto de la derrota, de la desesperación y de la carencia año tras año tras año, a pesar de ello, el Espíritu Santo jamás nos abandonará. Incluso en medio de nuestra debilidad nos protege de nuestros enemigos y nos libra de la derrota absoluta. ¡Qué libro tan extraordinario! Pero qué imagen de lo que resume Pablo con esta frase tan aguda: "¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rom. 7:24). Por eso es por lo que tenemos que pasar al Deuteronomio, donde vemos la segunda ley, la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús.

Oración

Padre, te damos gracias por estas situaciones tan gráficas, no solo por haber sido escritas para nosotros, sino vividas por hombres y mujeres como nosotros. También te damos gracias por este libro tan maravilloso, que se ha conservado con tal exactitud, tan hábilmente escrito, gracias al cual podemos aprender la verdad, si tan solo nos lo proponemos y así descubrimos de qué trata la vida. Enséñanos, Señor, a dejar atrás el árido desierto de nuestras vidas de frustración y a empezar a descansar en la gloriosa provisión de la vida de nuestro Señor Jesús que mora en nosotros, a dejar atrás el desierto y llegar a la tierra prometida, a rechazar la frustración de una imitación de la vida cristiana y a comenzar a disfrutar una vida vivida en el poder del Espíritu Santo. Te damos gracias por esta provisión, en el nombre de Jesús. Amén.